El único elemento que diferenció a las prudentes de las insensatas:
una vasija. Por ella se demostró qué clase de vírgen era cada cual de las diez.
Es, también, lo que definió su destino.
La parábola de las diez vírgenes está situada en los últimos
capítulos del Evangelio de S. Mateo, en medio de un contexto que habla de las
señales antes del fin y de la venida del Hijo del Hombre conmoviendo las
potencias de los cielos, para luego juzgar a todas las naciones.
Esta pequeña historia es para la Iglesia de Jesús de este
siglo y enseña que habrá dos cristianos distintos esperando al Esposo.
“Uno será tomado, y el otro será dejado. Una será tomada, y
la otra será dejada.” Este texto se atribuye muy a menudo a que los que
creen en Cristo serán salvos, y los incrédulos no. ¿Alguno se anima a asegurar
que es sólo eso?
El Señor viene. Saldremos a recibirle. Pero hagámoslo prudentemente. Llevemos
aceite en nuestras vasijas. Jesús dijo: “...tomaron aceite en
sus vasijas.”. En sus vasijas.
Las vírgenes prudentes tenían vasija. Es de suponer que las
vírgenes llamadas insensatas también tendrían vasijas, porque generalmente hay
una en cada casa. La pregunta es: ¿Por qué cinco no las tomaron cuando fueron a
Su encuentro? ¿Pensaron que no era necesario llevar las vasijas para recibirle?
¿O cuando se oyó el clamor a medianoche de que el Esposo venía, usaron lo
último que tenían en la vasija para llenar sus lámparas, y no les quedaba más?
¿O estarían vacías desde antes? ¿O realmente no tendrían vasijas en sus casas?
Todo en esta parábola nos habla de Jesús, y de su incluírnos
en él, haciéndonos vírgenes de Su Reino, y haciéndonos participar de Sus
propósitos, al darnos una lámpara, llenarla con aceite y solamente pedirnos una
pequeña mecha para compartir de su luz con quienes nos rodean.
La lámpara es el Verbo, la Palabra de Dios; el aceite es el Olivo Divino, machacado por
nosotros. Ambas cosas, en nosotros, la mecha, y en nuestras manos cual
vírgenes, son la vida de Dios manifestándose por medio y en medio de Su Pueblo.
El fuego, la Gloria Suya,
alumbrando desde nosotros.
La vasija también es figura del Cristo.
La pequeña lámpara de nuestras manos es aquella Palabra en nosotros, que no es toda la Palabra. Sea mucha,
sea poca, no lo es toda. Pero la vasija es figura de TODA la Palabra de Dios
creída, probada, y cumplida por Cristo. Es el Verbo de Vida, venido en carne.
La arcilla de la vasija es figura de Jesús venido en carne, como nosotros, que
tenemos ese tesoro en vasos de barro. Pero él está lleno del aceite del
Espíritu Santo. No hay otro como él, en quien está toda la plenitud de Dios.
De hecho,nosotros somos pequeños; no podemos glorificar a Dios
más que con una pequeña lámpara de mano; sin embargo, podemos asir en la otra
mano al Verbo mismo. Con una mano podemos vivir hasta donde nuestra fe alcance; con la otra podemos extendernos hacia
él, tomándole para nuestra contínua provisión. Como el candelero del
Tabernáculo de Moisés, del extremo visible, mostremos nuestros brazos y sobre
ellos la Gloria
de la luz de Dios para alumbrar en ese lugar, y del extremo oculto,
extendámonos hasta el depósito del cual viene la provisión para todo el día.
Tener una vasija es como tener al lado mío al que vende el aceite, al que me
provee del Espíritu Santo. Qué interesante que también eso sea algo que
voluntariamente debemos tomar. Al escuchar el clamor a la medianoche las
vírgenes tomaron lámparas, mas solamente algunas no se separaron de La Provisión.
Las dos maneras de esperar al Esposo son tomados de él o solos. Porque la pureza de las vírgenes,
la lámpara de la Palabra, el aceite del Espíritu Santo, el fuego que
consume todo para transformarse en la Presencia de Dios en medio de la tierra,¡todo ello es Cristo!
¡Y la vasija es Cristo, y el aceite del Espíritu Santo
llenando la Vasija es Cristo, y el Esposo que está regresando es
Cristo!
La vasija en la mano es la actitud de aquella vírgen que está
profundamente convencida en su corazón, que nada puede ser ni hacer,
si la provisión de Jesús no fluye constante. Una vasija en la mano lleva quien
ha entendido en lo profundo de su ser que no somos ni la vid ni el fruto.
Apenas somos los pámpanos. Y que acepta
su condición de simple pámpano con gran gozo, agradecido de siquiera haber sido
tomado en cuenta como pámpano, porque nada merece.
El aceite de hoy es de
corta duración; asir la vasija (que es la fuente del aceite para mí) significa
que soy consciente de que el aceite se consume y que la lámpara se vacía y
luego se apaga. Que soy consciente de que el aceite viene de afuera, de que yo
no lo fabrico, y de que si se consume y no tengo alguna fuente de provisión,
con nada mío podré mantener viva la llama de fuego. Y humildemente debo, si
quiero continuar con luz, extender mi
mano hacia aquello que me provee del aceite. Extender la mano hacia la vasija es mantener fresca y siempre activa nuestra
relación con el Dador de nuestra vida; es extender la mano hacia Jesús
mismo, reconociendo nuestra total
dependencia de Su Espíritu para tener vida, y creyendo que, tal como sucedía
con el maná en el desierto, la porción de hoy no servirá mañana.
La vasija en la mano, sin embargo, aunque se toma
voluntariamente, como todas las cosas nos debe ser dada de arriba. Dios debe dar a cada cristiano ese algo que
lo incline a tomar la vasija, la Persona de Cristo, como algo en su vida de lo
cual nunca pueda separarse. Ese apego al Hijo de Dios, esa necesidad de él,
viene de arriba, de Dios que lo da. Es necesario pedirlo.
La insensatez de las cinco vírgenes que después no pudieron
entrar con el Esposo consistió en que por alguna razón, la Vasija (el Cristo) no
parecía ser relevante en sus vidas. Para ellas era apenas un utensilio más, un
envase más que debía cumplir su función. Seguramente en esa vasija traerían aceite de los que lo vendían, pero no
le daban más importancia.
La insensatez de las vírgenes fue no entender, “no discernir con justo juicio,
insensatamente”, un asunto
fundamental: Que todo lo que poseían, desde sus vidas hasta sus bienes, eran
una sola cosa. Consideraron lo que tenían como fragmentos
separados entre sí.
La insensatez de nuestros días será si nosotros también
consideramos como cosas separadas el ser salvos, ser bendecidos con el bautismo
del Espíritu Santo para que esté con nosotros y en nosotros, tener un corazón dispuesto para andar en Su
Palabra en obediencia y andar con el fuego de Dios ardiendo y emitiendo Su Luz
sobre la humanidad. Como partes que se pueden poner una al lado de la
otra, pero que no tienen mayor relación
entre sí. Porque parece que algunos tienen alguna de esas cosas y otros tienen
otra, se obtiene la impresión de que son elementos separados inconexos. Pero no
son todas cosas diferentes, sino que son todas parte de la esencia que es Dios.
Cada una de las virtudes que de lo divino se van agregando a nuestras vidas, al
principio las disfrutamos como novedad, pero luego debemos incorporarla a la
vida que vivimos. Porque Jesús está preparando a su Iglesia, y la está
preparando a Su Imagen. Por eso Sus cosas vienen a nuestro ser. Para ser una
esposa que sea como como él es. Con Su mismo carácter de amor. La salvación, el
bautismo en Su Espíritu Santo, la santificación, la consagración, y el Esposo
que vuelve a buscar a Su Iglesia, son todos una sola cosa. Porque todo es
de él, por él, y para él. Podemos agregar: Para estar en él. Y
lo que esté en él será como él es.
Solamente una cosa no entra en ese
conjunto. Y somos nosotros. Sí, está bien dicho. Nosotros, “nuestro yo”, no tiene parte de esto.
Nuestra naturaleza caída, nuestro viejo hombre, no tiene parte de este estar en
Cristo.
Y justamente este hombre viejo es el que intervino en la
insensatez de cinco de las vírgenes. Porque el hombre viejo está cargado de
egoísmo. Lleno de egoísmo, lleno de “todo para mí”. Lo opuesto al amor: “todo
para tí”.
El egoísmo en nosotros hace que miremos todo detrás de su
cristal, a menos que entremos en aquello que aclaró el Señor: “Si alguno
quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame”.Niéguese a sí mismo. Es lo mismo que decir: —Dígale ¡basta! a su egoísmo.
—Dígale ¡basta! al deseo de su propio corazón. Porque es engañoso, y perverso,
y jamás se abrazará con la Persona de Dios, porque Dios es amor.
El egoísmo no entregado a la muerte en la Cruz de Jesucristo, en cinco
de las vírgenes se apropió de lo que Dios les había dado, y les hizo ver las
cosas como partes, como posesiones separadas, que incrementaban el tamaño del
“yo” de ellas; ahora ellas podían gloriarse: —Lo tengo; lo conseguí. Estaban
totalmente equivocadas. En lugar de humillarse porque les había sido dado más
de Su Ser, y acercarse a él en entrega de sí mismas a
él, al tomar las cosas como posesiones propias, se iban alejando de Su Persona.
Y cuando llegó el momento, salieron “a recibirle” pero sin él,
sin la Vasija
en su mano. Estas vírgenes son figura de la Iglesia que no distingue el propósito final de la
obra de Dios, porque su “yo” no crucificado, sus pasiones y deseos no
crucificados no les permite verla. Sus ojos no pueden ver que Dios desea morar
con y en los hombres, que desea ser uno con ellos. Sus ojos no disciernen
conforme a la prudencia. No llegan a comprender para qué existen, para qué
fueron creadas.Esas vírgenes son las que nunca salieron de la esfera de sus
propios egoísmos, nunca vieron más allá de sus propias vidas y jamás entraron
en la esencia del Olivo de Dios, que se entregó totalmente a Su Iglesia. él,
por amor a las diez vírgenes no dejó nada para sí mismo, se dio enteramente
porque él sí tenía un propósito en Su corazón. Las amaba. Las quería tener
siempre con él. Quería que fuesen uno en Su amor.
Esta parábola es como una voz que está diciendo: “¿Tienes
muchos de mis bienes celestiales, que disfrutas tú y que además bendicen a
muchos y los atraen hacia Mí? Vende lo que tienes, dalo a los pobres, y tú, ven
y sígueme”.
Amarle a él es una actitud distinta, un camino diferente; quizá poco transitado, porque en ese camino todo lo que se hace es para él, en ofrenda. Y no
sólo lo que se hace, sino lo que se es, y lo que se tiene. La vasija al
alcance de la mano es algo que Dios da en respuesta a corazones hambrientos de
ello. Quizá lo que alguno necesite hoy en día es pedir tener ese hambre por la Vasija cerca. Hambre por
andar de la mano con la Persona de Jesús, no como algo que pertenece a la
religión, sino de una manera viva. ¡él resucitó! Recordémoslo. Por eso es
que podemos vivir tomados de la mano de Jesús.
El hecho de tener lámpara implicó ciertamente un precio a
pagar, y el tener aceite también. Nada fue gratis, igual que el entregarse como
mecha no es fácil, sino que requiere un cierto grado de negación. Y entonces el
fuego de Dios viene, y creemos que hemos alcanzado la cima. Con eso en mente alguno dirá:
—El fuego de Dios arde,
el poder fluye. Hay unción en lo que hago. No puede ser que en mi no haya
amor por el Señor.
Claro que nadie pagaría los necesarios precios para tener lo
divino si no existiese en él anhelo y deseo por esas cosas. Tiene que haber
amor por ellas para decidirse y aceptar comprarlas. Pero eso no muestra que amo
a Jesús. Muestra que amo lo Suyo; que amo Su Palabra, que me sumerjo en Su Gran
Comisión con mi vida entera, pero no necesariamente significa esto que es por
él que lo hago. ¿Y si lo estoy haciendo por mí mismo,
porque me gusta hacerlo, porque me siento bien haciéndolo, porque satisface mi
propio ego (ese ego que se supone debería estar crucificado con Cristo, pero
que sigue estando por aquí)?
Al respecto de algo
parecido opinó Pablo en el capítulo 13 de su Primera Carta a los Corintios. En
ella él dice que puedo hablar lenguas humanas y angélicas, puedo profetizar,
puedo entender todos los misterios y toda ciencia, y tener toda la fe que
traslade los montes, que puedo repartir todos mis bienes a los pobres y aun
entregar mi cuerpo para ser quemado (aquí hay de lo divino en la persona y en
abundancia, y también hay espíritu de entrega al prójimo en alto grado), pero
si no tengo amor, nada soy, de nada me sirve. Habla aquí de la relación entre
los hombres y mujeres, y podríamos pensar que el amor a Cristo corre por otro
carril. ¿Pero hay alguno que se atreva a creer que el amor a Cristo es una cosa
y a los hombres otra? El apóstol Juan dijo varias frases que empiezan con “al
que no ama a su hermano...”, que son lo suficientemente claras para
quien quiera entender.
No,
el amor es el amor. Hay uno solo. Tomar la vasija parecería ser un esfuerzo
especial, y en alguna medida lo es, pero es más que eso. Es una necesidad de
él, un anhelo de sentir Su Presencia, un deseo de estar juntos. La vasija se
toma cuando se ha entendido y aceptado el propósito
de Dios para nuestras vidas. En la parábola Jesús está llamando la atención al
tema, para que no erremos, pero el no querer equivocarnos no nos hará tomar la
vasija. No es solamente una cuestión de voluntad y entendimiento intelectual.
Es una cuestión de corazón. Jesús está preparando a Su Iglesia porque quiere
unirse con ella. Busca, como buscaba el rey Asuero una reina para sí. Y escogió
a Ester para ser reina, entre todas las doncellas de su reino. Quizá él nunca llegó a saber por qué esa
muchacha le había agradado tanto, pero la Escritura nos lo aclara: porque ella no procuró
nada para sí misma, sino lo que le daban quienes sabían lo que era de agrado
del rey. No escogió según su propia voluntad, sino que se entregó a la voluntad
de los que representaban al rey en su preparación.
Se negó a sí misma.
Nosotros,
siendo simples humanos, sentimos cuando somos amados, percibimos cuando hay
amor detrás de las palabras, detrás de las caricias de quienes nos aman. Y el
Señor que todo lo ve, ¿no lo sabrá él? ¿No reconocerá él al corazón que Le ama
verdaderamente, entre los tantos que se acercan ante Su Trono en alabanza y
adoración? Cuando hay amor ciertamente abunda la alabanza y la adoración y la
acción de gracias. Pero estas también pueden existir como simples formas de
expresión, manifestadas por hombres que recono cen la
grandeza y magnificencia del Altísimo, y vienen a pagar sus respetos y sus
tributos, pero no Le aman. ¿Reconocerá él a los que se entregan a él en amor,
de los que sólo cantan y alaban? Sí, totalmente. Porque él vino a buscar una
Esposa para Sí mismo, y esa Esposa será la que Le ame a él.
Lo
que es de él es absolutamente necesario para presentarnos ante él, pero
nosotros debemos morir a nuestro yo también. Porque sino, no seremos nosotros
quienes nos unamos a él en el día de Su Boda. Si no nos negamos a nosotros
mismos, y si Jesús no llega a ser para nosotros aquél sin el cual nos sentimos
desdichados, seremos quizá sus buenos
amigos, a lo mejor con una hermosa y sincera amistad, pero ¿nos casaríamos con
alguien por el resto de nuestras vidas solamente porque nos gusta físicamente,
o porque somos muy buenos amigos? ¿Aceptaríamos nosotros unirnos en matrimonio
con alguien que se siente muy feliz de estar con nosotros, que se siente cómodo
con nuestro carácter y forma de ser, pero que quiere mantener su independencia,
que no quiere perder su propia existencia, para hacer una nueva entre los dos?
¿Aceptaríamos quedar unidos para siempre con alguien que disfruta y se deleita
en todo lo que le damos, y que le gusta estar con nosotros por lo que somos o
tenemos, pero que no se entregue a nosotros en amor, como nosotros a él o ella?
Si nuestro amor por lo que es de él es mayor que nuestro
amor por él, ¿entraremos a las bodas?
La Iglesia del Señor es hoy
una gran multitud sobre esta tierra. Cuando él venga, ¿cuántos de nosotros
estaremos esperándole con nuestras vasijas en la mano? ¿Con Su Persona como
nuestro mayor anhelo? No sea que salgamos a recibir al Esposo con la cabeza en
otras cosas. No caigamos en un falso enamoramiento. No esperemos Su regreso
apenas como quien espera en el aeropuerto la llegada de un pariente. él es más
que eso. él es nuestro Salvador, quien nos dio la Vida Eterna, y es...
EL SEñOR.
Apropiémonos de las palabras del apóstol
Pablo a los Filipenses: "Cuantas cosas eran para mí ganancia, las he
estimado como pérdida por amor de Cristo. Y ciertamente aún estimo todas las
cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi
Señor, por amor del cual lo he perdido todo..."
“Por amor del cual lo he perdido todo” . Eso es lo que tenían los corazones de las vírgenes prudentes.